å

CRÍTICA

'Nadie quiere la noche', demasiado frío

Isabel Coixet regresa a las pantallas y a las historias intimistas. En este caso retrata el viaje de Josephine Peary (Juliette Binoche) una mujer dispuesta a recorrer el Ártico en la búsqueda de su marido, quien próximamente va a convertirse en el primer hombre en alcanzar el Polo Norte.

Por Noelia Salcedo Salas 26 de Noviembre 2015 | 19:00

Comparte:

¡Comenta!

Isabel Coixet regresa a nuestras pantallas más pronto de lo esperado con 'Nadie quiere la noche'. Es su segunda cita en un año y, tras 'Aprendiendo a conducir', regresa la Coixet más intimista. Pero debemos tener cuidado de no confundirnos. La catalana ha dejado atrás su coqueteo con la comedia, y ni rastro queda de su cruce de miradas con el thriller psicológico ('Mi otro yo'). Lo que Isabel Coixet propone en 'Nadie quiere la noche' es su enésimo intento por unificar el retrato introspectivo de personaje y escenario a partes iguales. Pero a diferencia de sus primeros trabajos, aquí abandona el primer término ligeramente para abrazar el segundo. Porque Coixet se agarra a Juliette Binoche solo cuando el hielo es más blanco y el paisaje ya no puede abrirse más. Pero Binoche no la necesita, y crece en cada plano, incluso sin querer.

Juliette Binoche es Josephine Peary

El 27 de noviembre se estrena 'Nadie quiere la noche', la historia de Josephine Peary (Juliette Binoche), una culta y refinada mujer que en su afán por acompañar a su marido, Robert Peary en la conquista del Polo Norte va tras él a pesar de las duras condiciones climáticas del Ártico. En su búsqueda lidiará con Allaka (Rinko Kikuchi) una simpática esquimal que hará lo posible por ayudar a Josephine a sobrevivir. Isabel Coixet se sirve del guión de Miguel Barros para articular esta historia que no sorprende pero que se cuida en los detalles en un logrado retrato del Ártico. Pero la experiencia no resulta tan catártica como debería ser y en esta historia de nieve y hielo Coixet olvida lo más importante: el frío solo debe sentirse en las imágenes. Y es que el tándem Binoche-Kikuchi se hace amable pero no termina de conectar por más que nos encierren con ellas en un iglú y respiremos el mismo aire frío.

Juliette Binoche y Rinko Kikuchi protagonizan la película

La construcción del personaje de Josephine Peary es salvado por Binoche de sus propias carencias. En un intento rupturista con los cánones de la época, Josephine parece nunca completar su rito iniciático a la vida natural, y permanece congelada en un estadio que la aleja de la vida salvaje a la vez que la obliga a desprenderse de su antiguo yo. Permanece entre dos aguas. Sin embargo, el personaje de Juliette Binoche puede llegar a ser tan insoportable como intenso, y al final damos gracias a Coixet por pensar en la actriz francesa para culminar el trabajo con suma autenticidad. Así, Josephine Peary es tan exquisita y moderna por fuera, como antigua y conservadora por dentro. Tan aventurera y exploradora en la teoría, como metódica y cauta en la práctica. No se mueve por impulsos de expedicionaria, sino por una sencilla razón: el amor.

Es innegable el acierto que supone el uso del recurso de la narración en primera persona donde Josephine exalta sus profundos y románticos sentimientos a su marido, ya que sirve de hilo conductor del deshielo psicológico del personaje. Y, aunque pueda parecer cansino, no puede ser más acertado: Justo cuando deja de escribir sus cartas descubre que su idílico cuento de hadas no existe y jamás ha existido. Es ahí cuando el hielo empieza a romperse, y Josephine Peary quedará atrapada para siempre en sus propias emociones.

El hielo es el otro gran protagonista del filme

Mientras todo eso ocurre, Coixet se sirve de numerosos elementos que adornan con belleza la narración. Desde su magnífica selección musical, a cargo de Lucas Vidal, a la impecable fotografía de Jean-Claude Larrieu. Larrieu construye escenarios vivos y muertos a la vez, que solo se empañan cuando en el set apagan la luz, y debemos adivinar dónde empieza y acaba Binoche y donde lo hace Kikuchi. El resultado final es delicado, y música e imagen se funden en cada descripción detallada del mundo paralelo en el que vive Josephine Peary, o en la enigmática sonrisa de los inuit.

En definitiva, Isabel Coixet se da la oportunidad a sí misma de huir de su propia intensidad, y regodearse en la inmensidad de los planos. Y, pese al uso de un innecesario efecto de transición entre escenas que rompe la magia del Polo Norte, permite el pretexto para congelar con belleza el rictus afligido de su magnificente protagonista.