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CRÍTICA

'Nagasaki, recuerdos de mi hijo': Fantasmas familiares

El veterano director japonés Yoji Yamada recuerda la catástrofe nuclear de Nagasaki con una historia de fantasmas.

Por Antonio Miguel Arenas Gamarra 26 de Mayo 2017 | 10:03

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Realizada coincidiendo con el 70 aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial, 'Nagasaki: Recuerdos de mi hijo' insiste en cerrar las heridas todavía abiertas en el país nipón tras los ataques nucleares de Hiroshima y Nagasaki, cuyas consecuencias aborda en el seno de un melodrama familiar que cuenta con un interesante componente fantástico. Pero ante todo, hablamos de la enésima demostración de la artesanía tras las cámaras del veterano director Yoji Yamada, considerado a sus 85 años el último gran cineasta japonés clásico.

Sayuri Yoshinaga en 'Nagasaki, recuerdos de mi hijo

Dueño de una amplia filmografía consolidada entre el público y asentada en las bases del cine popular japonés, que alcanzó a principios de siglo el prestigio internacional con su trilogía de samuráis, compuesta por 'El ocaso del samurái', 'La espada oculta' y 'Love & Honor', Yamada encadenó una serie de dramas familiares inspirados en la obra de Kon Ichikawa y Yasujiro Ozu que confluyeron como no podía ser de otro modo en 'Una familia de Tokio', su celebrado remake de la obra maestra 'Cuentos de Tokio'. A continuación del reciente éxito de 'Maravillosa familia de Tokio', que todavía se encuentra en cines y de la que acaba de rodar una secuela de inminente estreno en Japón, llega a España su anterior película, 'Nagasaki: Recuerdos de mi hijo', alejada del componente cómico y desatado de esta última, pero deudora también del cine de Ozu, al que no en vano cita de forma explícita en boca de su protagonista, que lo considera su director favorito.

Del clasicismo como médium

El guion, escrito por el propio Yamada junto a su colaborador habitual Emiko Hiramatsu, cuenta la historia de Koji Fukuhara, un joven estudiante de medicina que falleció durante la explosión de Nagasaki. Tres años después de su muerte, una vez que su madre acepta que nunca encontrará su cuerpo ni volverá a verle, reaparece en su hogar presentándose como un espectro y abre un diálogo interior mediante el que ambos recuerdan sus momentos juntos, recomponiendo su existencia y la de su prometida. Por tanto, aunque la originalidad del planteamiento demuestre cierta irreverencia dentro de la sobriedad formal y el enorme respeto con el que se acerca al drama histórico, al mismo tiempo su toque fantástico se presenta coherente con el modo en el que la sociedad japonesa brinda recuerdo a sus seres queridos, respeta sus tradiciones y entiende la fe. En todo caso, lo verdaderamente estimulante de la propuesta no es la relación emocional que se teje entre ambos personajes, en exceso verbalizada, sino la manera en la que Yamada pone en imágenes esta particular historia de fantasmas.

Kazunari Ninomiya y Haru Kuroki en 'Nagasaki, recuerdos de mi hijo,

Ya desde su inicio, recreando en blanco y negro aquella mañana del 9 de agosto de 1945 desde dos puntos de vista, el funesto del bombardero norteamericano y el cotidiano de nuestro protagonista, el director de 'La casa del tejado rojo' demuestra una excelente precisión y agilidad narrativa para describir en apenas cinco minutos el ataque nuclear a Nagasaki con tanto rigor histórico como sutileza dramática. Por ejemplo, centrándose tras el estallido únicamente en el plano detalle de un tarro de tinta fundido, esquivando así la crudeza del horror más explícito, que sugiere al sobreexponer el negativo de la imagen y envolviendo la pantalla con un breve torbellino de cristales rotos.

Desarrollada prácticamente en su totalidad en el interior del hogar, el gran acierto de 'Nagasaki: Recuerdos de mi hijo' es apropiarse del estilo del "cine tatami" que desarrollara a la perfección Yasujiro Ozu, filmando a unos noventa centímetros de la altura del suelo. A partir de esta forma de trabajar la puesta en escena será desde la que Yamada otorgue un sentido espacial y metafórico a las relaciones entre sus personajes. La primera aparición del protagonista, fruto de un plano secuencia acentuado por la presencia de una luciérnaga, marca el tono a seguir desde el que la película hará indistinguible la barrera entre ambos mundos. Yamada, haciendo gala de un clasicismo que actúa como médium, combina el recurso habitual de las (des)apariciones espectrales, creadas por medio de inexcusables efectos digitales, con sugerentes movimientos de cámara y largos planos que conceden al espectador la sensación de que Koji (al que solo pueden ver su madre y algunos niños) aparece o desaparece fuera de cuadro.

Sayuri Yoshinaga y Haru Kuroki en 'Nagasaki, recuerdos de mi hijo'

Conforme el argumento adquiere un ligero trasfondo de liberación femenina dentro de la rígida moral de la época, la película sortea su previsible estructura narrativa con una serie de soluciones visuales y fugas narrativas que enriquecen su desarrollo, ya sea en forma de inquietantes pesadillas de la guerra en Birmania, dirigiendo una partitura de Mendelssohn mediante sombras chinas o con el recurrente uso de flashbacks y fundidos, que nos invitan a distinguir los distintos saltos temporales con sugerentes variaciones del espacio a través de la iluminación y la paleta cromática.

Dichas virtudes languidecen a lo largo de un estirado metraje que desemboca en un más que extravagante epílogo, de dudoso gusto estético, que impone una perspectiva católica desde la que afrontar la pérdida y la vida después de la muerte, algo que contrasta con los distintos matices contenidos hasta entonces. "Estados Unidos es un país muy raro, hacen películas maravillosas y también bombas nucleares", afirma apesadumbrado su protagonista. Japón y la manera de asomarse a su memoria histórica desde la creencia en el más allá no lo es menos. Esta película tan inusual y al mismo tiempo profundamente clásica en sus formas es la prueba.

Nota: 6

Lo mejor: La delicada planificación y puesta en escena de Yoji Yamada. Por algo es considerado el último gran cineasta japonés clásico.

Lo peor: La tendencia del guion a verbalizar constantemente las emociones y pensamientos de sus personajes, subrayados por la estridente y desafortunada banda sonora de Ryuichi Sakamoto.