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Pánico en la granja
2009
6,4
Pánico en la granja

Michel Gondri y su descomunal espacio de ideas

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Crítica de 'Pánico en la granja'

De THEmecanic

22 dic 2013

9,0

Sin spoilers

¿Estamos de acuerdo en que el terreno cinematográfico de la animación está alcanzando cotas de excelencia técnica francamente crujientes? ¿Que la fisicidad de lo que se ve en pantalla llega a límites casi inquietantes? ¿Que cada vez el cine de animación está salvando la brecha que lo separa, a nivel de mera suplantación de la realidad, del cine de acción real? ¿Sí? Pues olvidadlo. Por que en plena época de no va más digital, de absurdas carreras interempresariales por el hiperrealismo y la máxima depuración formal, llegan unos tipos, pareja de belgas chiflados, y lo dinamitan con un ejemplo que, palmo de narices para todos, se posiciona a la cabeza de las parrillas de salida por el premio a la mejor película animada de la temporada. Y todo ello, cuidado, con un indio, un vaquero y un caballo de plástico. Y ni siquiera articulados.

Némesis en todos los sentidos de los juguetes que pueblan Toy Story, los de Pánico en la granja son tres personajillos, dos de ellos sinceramente impresentables (curiosamente los dos humanos), que tendrán un estúpido desliz que va a costarles la tranquilidad. La anecdótica asa de una taza de café hará las veces de mariposa que bate las alas en Tailandia y desencadenará una catastrófica serie de eventos que llevarán a nuestros protagonistas a dar vueltas por medio mundo, de arriba abajo y hasta las entrañas de la Tierra. Simple, directo y con rebaba de plástico.

Eso a vuelapluma, claro, que la realidad es tan compleja como probablemente lo haya sido el rodaje de esta delicia bizarra, perfectamente (y conscientemente) imperfecta. Y es que detrás de una apariencia tosca y bruta se esconde un dominio del stop motion (captura de movimiento) a todas luces envidiable. La iluminación, los decorados, la animación de algunos elementos, la integración de distintas técnicas (de la arcilla al papel pintado o la animación 2D) garantizan un producto elaboradísimo, mucho más de lo que aparenta. Pura sofisticación para asumir la tosquedad.

Pero eso, qué demonios, todo eso son minucias sin importancia. Pánico en la granja atrapa por su despeinado look, por su apariencia home made a la que no haría ascos Michel Gondry, por su desgarbado montaje y puesta en escena. Un torrencial repertorio de momentos lo-fi articulados mediante no se sabe muy bien qué: un simulacro de guión orquesta la ristra de gags que se van sucediendo, uno tras otro, algunos sin solución de continuidad, otros creando numerosos efectos dominó. Todos garantía de constante descojone cuasipetardo.

De un salvaje histrionismo visual acorde con su espíritu gamberro y eminentemente cómico, la película de Stéphane Aubier y Vincent Patar devuelve el "cuento para todas las edades" al lugar del que nunca debió salir: el del disfrute por la fantasía, por la barrabasada y la sorpresa constante. Su humor atolondrado, sus constantes ocurrencias surrealistas, su gracia chillona y abocinada deviene en una antología/apología del porrazo, del atropello, del grito, solapándose con pegamento imedio automáticamente al vertiginoso ritmo cómico del cartoon y el slapstick, el chiste físico, rápido, de métrica salvaje. Dejando algunos resquicios para el contrapunto de respiro, entre los que se suele colar una especie de ternura que podría ser guiñada a Tati.

Sin embargo, y aunque uno sospecha que la película ha brotado prácticamente en su totalidad de la propia cacharrería encefálica de sus creadores (casi se pueden oír sus ruedas dentadas, sus muelles y sus tuercas en algún lado por ahí dentro), todo esto remite a una tradición de la stop motion puesta al servicio de lo masivo gracias a las series televisivas de entre los 50 y los 80, para niños (el Gumby de Art Clokey, Davey & Goliath, los especiales navideños de Rankin/Bass o incluso el célebre Postman Pat) y no tan niños (lo que ha ido derivando hasta el actual Robot Chicken, por ejemplo o, aunque no era stop motion, aquellas añejas marionetas de Thunderbirds). Pero la cosa no termina ahí: en Pánico en la granja los sibaritas y gafapastosos probablemente puedan rastrear trazas de algunas creaciones y disloques líricos de los culos más inquietos del panorama experimental cinematográfico en los últimos cincuenta años. Algo de Jan Svankmajer y otro tanto de Norman McLaren (el histrionismo de su Neighbours) se darían la mano en el crisol referencial semioculto (puestos a rastrear, se podría llegar hasta Hans Richter) que proponen los belgas y que también podría ocultar las plastelinas de Will Vinton, los muñecos de Co Hoedeman o los troquelados de narrativa fibrosa de Terry Gilliam, heredero directo de Bob Godfrey, otro que tal baila.

Y lo cierto, en realidad, es que con todo Pánico en la granja es una película familiar (creo) que vive, siente y respira por sí misma; y es que en el fondo los referentes estilísticos le pueden a uno importar un carajo ante tal derroche de magnetismo visual y enganche narrativo. Capas de cebolla entre las que también se encontrarían las distintas posibles interpretaciones que encierra la película (la metáfora del sinlímite de la estupidez humana, los peligros de la especulación inmobiliaria -dictadura del tocho-, etcétera). Que cada uno pele hasta donde le plazca.

Mucho más que una refrescante sorpresa, en fin, Pánico en la granja es un canto -o un berrido punk- a la libertad creativa, al triunfo del "ingenio asequible" y a los deliciosos peligros del hágaselo usted mismo. Una minúscula bomba de relojería de alegría contagiosa que pretende, y logra, volar los límites formales y narrativos, cada vez más apelmazados, del cine de animación comercial. Y lo hace a través de una sencilla pero poderosa paradoja: la de lograr un cine vivo y moderno usando un recurso tan viejo como el propio Méliès.

Imperdible.

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