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CRÍTICA

'Diecisiete' de Daniel Sánchez Arévalo: Madurar es aprender a perder

El director de 'La gran familia española' vuelve a la gran pantalla con un drama íntimo y sencillo en forma de "road movie" sobre la complejidad de los sentimientos.

Por Carmen Broncano García 18 de Octubre 2019 | 12:08

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Vuelve Daniel Sánchez Arévalo a la gran pantalla, al cine, a España: a casa. Después de seis años fuera de nuestras fronteras grabando publicidad y escribiendo novelas, el cineasta regresa con 'Diecisiete', un drama bello, íntimo y sencillo, de los de manta y muchos paquetes de pañuelos a tu alrededor, que te acoge en una tarde lluviosa de otoño. Quizás sea por eso que el cineasta ha decidido catapultar su último largometraje con Netflix y no con la distribución en cines cada vez menos habitual. Para que los espectadores se sienten cómodos en sus sofás y lloren a gusto sin vergüenza ni contención. La película, que se estrenó en cines seleccionados el 4 de octubre y que está desde hoy disponible en la plataforma digital, pasó en el último momento por San Sebastián recibiendo el aplauso entusiasta del festival. Ha vuelto el director novel por 'AzulOscuroCasiNegro' con una historia mucho más sencilla y alejándose de la comedia que nos tenía acostumbrados en su excelente 'Primos' o en su última 'La gran familia española'.

Escribe y dirige Sánchez Arévalo la historia de Héctor, un chico de diecisiete años asocial y con problemas para comunicarse. El joven, interno en un centro de menores, recuperará la calma gracias a una terapia con perros en la que establece un vínculo muy especial con uno de ellos, Oveja. Cuando el animal es adoptado, Héctor se escapará del centro para buscar a su amigo fiel con la ayuda de su hermano Ismael y la compañía de su abuela enferma, Cuca (Lola Cordón). Entre perros, vacas y los paisajes infinitos de Cantabria, comenzará el viaje que cambiará sus vidas. Una "road movie? que circula en el pozo del sentimentalismo y que combina el drama con esos toques de humor necesarios para destensar tanta emoción.

Fotograma 'Diecisiete' Héctor y su abuela

Un jovencísimo Biel Montoro es el encargado de adentrarse en la piel de Héctor. Se mete de lleno en este chico problemático pero inocente, incomprendido y perdido, que lucha por sobrevivir a los continuos obstáculos de su vida. Su extraña conducta (que simula a una especie de Asperger) lo mantiene aislado de la realidad, pero ofuscado en su burbuja personal. Su hermano Ismael, Nacho Sánchez, es el que le intenta poner los pies en la tierra. Sánchez muestra la desesperación, el agotamiento, el amor fraternal y el vínculo indestructible que se crea en las familias rotas, que no le permitirá alejarse de su hermano pequeño ni un segundo ("no lo has robado tú, lo he robado yo, ¿estamos?"). Ismael salva a Héctor de la misma manera que Héctor salva a Ismael. No es casualidad que el cielo cántabro se despeje justo cuando los hermanos se encuentran y comienzan su viaje. Se desprende una mágica conexión entre los actores que traspasa la (en este caso) pequeña pantalla, en forma de continuos ojos llorosos.

Y es que 'Diecisiete' es un viaje complejo por la vida de dos personas que se dejaron de entender, pero nunca se alejaron. La trama enrevesada de sentimientos se combina con un guion maravilloso, freso y divertido, que avanza con naturalidad y sin grandes sobresaltos. La historia sucede con ritmo y con pausas, con conversaciones banales, pero también con ese tipo de charlas que se tienen cuando la vida ya no es tan sencilla. Cuando has crecido y los 18 años caen como una losa de responsabilidades en los que el centro de menores ya no es una opción. Héctor madura de golpe y se enfrenta a la vida impuesta, injusta y precaria.

Fotograma 'Diecisiete' en el pueblo

Cantabria salvaje

La trama se ambienta entre el cielo encapotado cántabro y las playas infinitas protegidas por los acantilados verdes. El paisaje del campo, del prado, de los pueblos con casas de piedra, los abuelos con las gorras, el bar de la esquina y el vino en vaso, la manta de ganchillo de la abuela o las vacas y las ovejas en la carretera, dan el aire local a la película que encuentra el punto de unión entre la complejidad de sentimientos y la cotidianidad. Con la cámara en mano se levanta Cantabria abriéndole las puertas a Arévalo, en una caravana destartalada y sucia en la que tres personas viajan sin rumbo y sin intención de ir a ningún destino. El viaje es lo que importa. Se les para la vida a los protagonistas para que puedan parar con ella y se escuchen (que no es lo mismo oír que escuchar), se entiendan y se encaminen en este viaje tan largo que se hace tan pesado cuando todo nos falla. También para que se reconcilien con una buena guerra de eructos y se reprochen los miedos generados por el padre ausente. Se convierte Cantabria en bucólica y en fría y después en esperanzadora y amable según el ritmo en el que los sentimientos se desentierran y se sacan con fuerza.

'Diecisiete' habla de la vida, de la muerte, de los bichos raros. Habla de estar solo entre un montón de gente, del abandono y la pérdida. De las gamberradas de adolescente, de estar en un centro de menores, del vínculo entre personas, del cariño a los animales. De cómo te cambia la vida si te rodeas de gente que te quiere y apuesta por ti, de cómo nos encerramos a veces en nosotros mismos y no somos capaces de salir. Habla del hogar, de lo que es la familia, de volver a casa, al pueblo, al mar. 'Diecisiete' hace un viaje emocional por los tiernos e inmaduros sentimientos de un joven que nadie entiende, pero es que cuando se habla de sentimientos no importa la edad, ni el tiempo, ni las condiciones. Solo importan las consecuencias y la manera en la que hacer que paren, que salgan a la luz o que se queden con nosotros.

'Diecisiete' fotograma, Héctor y Oveja

Pero 'Diecisiete' también deja una extraña sensación de pena que se incrusta y no sale ni con los créditos finales. Es "feel good" en su envoltorio, pero es triste en su esencia. Se agarrotan los músculos en el final de la película y no se sueltan a pesar de sus últimas líneas de guion. Quizás sea la contención extrema de sus personajes lo que hace que la liberación de sentimientos tampoco llegue al espectador. Que el nudo se instale en las gargantas de todos y así, no hay manera.

Lo nuevo de Sánchez Arévalo suena a hogar y a historias caseras de invierno. A las batallitas que cuentan los abuelos, que siempre están llenas de barro e injusticias. El viaje de regreso o el viaje a ningún lugar, tiene como objetivo aprender a perder. Madurar es aprender a perder. Crecer, querer, la vida es aprender a perder. Aprenden los personajes a aceptar las derrotas, a abrazar el fracaso y a seguir adelante a pesar de la adversidad. Sin trucos, sin ilegalidades, sin saltarse las normas. La vida es perder y levantarse, rodearse de gente que te arropa, y ser capaz de encontrar tu sitio habiéndote perdido antes. Parece que, en este viaje, el director también se ha vuelto a encontrar.

Nota: 7

Lo mejor: Sus actores, los paisajes de la infinita Cantabria y la complejidad de los sentimientos tan bien expresada, a pesar de la contención.

Lo peor: Que no se deshace la sensación de tristeza.

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