Una familia se muda a un nueva vivienda y pronto se dan cuenta de que el bajo precio del lujoso hogar responde a una curva cerrada que, solapada con el jardín de la casa, es testigo de accidentes de tráfico con consecuencias desastrosas. La respuesta frente a este hecho de cada miembro de la familia es completamente distinta. Este es el punto de partida de 'La casa al final de la curva', dirigida y escrita por Jason Buxton y que llega a los cines españoles el 6 de junio.
Colapso
"Disolución de los principios que sostienen una realidad, identidad o estructura del ser".
La madre (Cobie Smulders) se preocupa por las consecuencias que pueda tener en su hijo presenciar las muertes trágicas, mientras él manifiesta acorde a su edad las consecuencias de ver dichos accidentes, con representaciones de muñecos equiparando la realidad de lo vivido. Sin embargo, la mirada cinematográfica que aplica la película no es ni la de ella, ni la del pequeño.
Josh (Ben Foster) es el padre de familia, de trabajo infeliz y monótono, sin aspiraciones y a la espera de aquello que otorgue validez a su persona. El colapso que abre una realidad subalterna llega como un milagro del cielo, la obsesión por los accidentes que ocurren en el porche de la casa se convierten poco a poco en el interés tanto de Josh como de la mirada cinematográfica depositada sobre la historia.

La realidad que construye la puesta en escena de la película es, desde un principio, altamente impresionista. El sonido es la clave para comenzar a entender quién y de qué forma se está narrando la historia. Mientras se suceden escenas familiares, el sonido de los coches es un incesante goteo que produce una sensación similar a ese nudo en la garganta cuando algo malo está a punto de ocurrir.
Impotencia
"Falta o insuficiencia de poder para concretar una cosa".
Vivimos en un mundo donde los roles tradicionales del hombre: proveer, proteger y tomar decisiones en el ámbito familiar y social, han sido naturalizados en el seno de la familia, con toda la flexibilidad que adopta esta palabra en el mundo actual.
Sin embargo, los residuos de la masculinidad tóxica se ven obligados a convivir en un mundo que no les necesita, estallando a modo de impotencia que, junto a la violencia incontrolada (física y psicológica) que esto les produce tanto a ellos mismos como a sus allegados, debe surgir de alguna forma.

Llados, Trump, Milei... la lista sigue hasta el infinito y más allá. El único problema (o bendición) es que Josh no tiene el poder de estos nombres anteriores, por lo tanto aplica esta fuga de impotencia en el ámbito familiar, haciendo que actos ajenos, los accidentes, se conviertan en su misión particular, practicando RCP para salvar las vidas de los accidentados en lugar de atender las necesidades de su mujer e hijo como una familia.
Las pistas del juego que establece el filme nos las dan los encuadres de la propia película, siempre dejando a un Ben Foster con los ojos perdidos en el centro del plano, mientras el resto de la familia se tiene que conformar con escorzos y desenfoques, aunque esta lógica se rompa cuando la realidad que está creando le es confrontada, exponiendo con humor negro el patetismo de su protagonista.
Validación
"Reconocimiento, aprobación e inclusión de un individuo o un grupo por parte de la sociedad en la que viven".
Este tipo de masculinidad tiene, por supuesto, su recompensa final. Del mismo modo que Damien Chazelle reconocía la tortura perfeccionista de Miles Teller en 'Whiplash' como único camino hacia el éxito, aplastando al resto de hormigas con un final que reafirma la perturbación del éxito de lo masculino, Jason Buxton hace lo propio con Josh.

De dicho sentimiento de desconexión, de la realidad paleta del patriarcado, es de donde parte Jason Buxton para trazar, a partir de su final y de la construcción de un thriller metódico en sus formas, una turbadora vendetta contra el final feliz o redentor, obligando a la película a ser un espejo sobre la validez de ciertos discursos y actitudes que siguen persistiendo pese a que el mundo se mueva (con o sin ellos).
Por eso sus imágenes finales -dolientes, voyeuristas y directas- construyen un inquietante retrato del individualismo inscrito en el hombre, incluso cuando todo a su alrededor se desmorona. Funciona como un placebo para lo masculino: ante la imposibilidad de cumplir con su rol tradicional, las vías de escape que esta masculinidad encuentra resultan profundamente perturbadoras. La película evita, y con ello salva a su protagonista, de un final autoinfligido, sumando una capa más a la metáfora de la rana y el escorpión: quizá lo que impide al escorpión hundirse junto a la rana es la validez de un mundo que aún justifica sus impulsos.