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CRÍTICA

'El Gordo y el Flaco (Stan & Ollie)': De falsos mitos, verdaderos amigos y eternos artistas

Steve Coogan y John C. Reilly dan vida al mítico dúo cómico del cine mudo en sus últimos años tras tener que dejar el cine.

Por David Pardillos Rodríguez 15 de Marzo 2019 | 09:28

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Londres, años 50. Una anciana se acerca ilusionada a las taquillas de un pequeño teatro. «La gran pareja cómica de Hollywood: Laurel y Hardy presentan una nueva comedia», anuncia el cartel. La mujer, ingenua, se acerca a la ventanilla y pregunta: "¿Quienes los interpretan?". "Son ellos mismos, señora". Ni siquiera cuando se gira y los ve en persona, en carne y hueso, está del todo convencida de que aquellos dos hombres sean los que le hicieron reír tantos años atrás.

'El Gordo y el Flaco (Stan & Ollie')

Stan Laurel y Oliver Hardy, o como se les conoció aquí, El Gordo y el Flaco (invirtiendo el orden pues el más "voluminoso" era Hardy), fueron los protagonistas de un sinfín de películas mudas entre los años 20 y 30. Con la llegada del cine sonoro continuaron haciendo películas, pero poco a poco su luz se fue apagando hasta que para los años 50 ya nadie se acordaba de ellos. O eso pensaban las productoras. La historia de 'El Gordo y el Flaco (Stan & Ollie)' se sitúa en ese preciso momento, cuando Laurel (Steve Coogan) y Hardy (John C. Reilly) intentan realizar un tour por Gran Bretaña con la esperanza de probar que no son unos dinosaurios disecados y aún pueden sacar adelante una última película.

El deteriorado aspecto físico del dúo protagonista contrasta con el del prólogo del film, en el que con un plano secuencia se muestra todo el brillo y lujo del Hollywood en su máximo esplendor, cuando se encontraban en pleno rodaje de una de sus películas más emblemáticas bajo la producción de Hal Roach (Danny Huston), 'Laurel y Hardy en el oeste'. Este inicio podría ser un mero alarde del director, pero sirve no sólo para escenificar el éxito de los protagonistas, sino también sus aspiraciones y deseos de futuro que jamás podrían cumplir. Al contrario que otros humoristas coetáneos como Charles Chaplin, Buster Keaton o los hermanos Marx, Stan Laurel y Oliver Hardy no cobraban un sueldo acorde a su condición de estrella. Y lo que es peor, eran presos de los estudios, para los que trabajaban sin descanso y sin tener el control de las películas, algo que a ambos les carcomía por dentro. Puede que Laurel y Hardy no tuvieran el ingenio de los Marx, el encanto de Chaplin o la imaginación de Keaton, pero contaban con dos dones muy difíciles de encontrar: gracia y carisma.

De ahí que la anciana se extrañara al ver a esas dos figuras que tenía ante ella. Eran ellos, pero no eran ellos. Esbozaban una sonrisa, pero no se apreciaba en ellos la ilusión y la jovialidad que mostraban a través de la televisión. Sus ídolos habían muerto, pensaba. Pero no, no habían muerto, sino que nunca habían existido. El Gordo y el Flaco no eran personajes que cualquiera pudiera imitar (algo que se intentó en repetidas ocasiones), sino extensiones de las personalidades de Laurel y Hardy, una versión de ellos más simpática y cercana al público. Pero detrás de esas caras agradables también se escondía cierto rencor. Mientras que Laurel no le perdonaba a Hardy haberle dejado en la estacada cuando rompió su contrato (llegando a ser incluso sustituido por otro actor), éste le reprochaba que le mirara siempre por encima del hombro y menospreciara su labor como cómico. Porque Laurel era el que siempre escribía los números y Hardy el que se limitaba a ejecutarlos de la mejor manera posible, pero con la mente puesta en el desdén de su compañero. Al final, ambos terminaron devorados por una industria en la que lo importante es saber venderse y renovarse, algo que ellos nunca supieron hacer. En una sola escena en la que ambos pasan por una calle donde anuncian una película de Abbot y Costello se ejemplifica al máximo esta crueldad con la que el cine trata a las estrellas que en otro tiempo lo hicieron grande.

'El Gordo y el Flaco (Stan & Ollie)'

La complicada relación que vivieron Laurel y Hardy detrás de los escenarios es el conflicto real de 'El Gordo y el Flaco (Stan & Ollie)', un ejercicio metacinematográfico llevado a cabo con atino por Jon S. Baird, quien endulza el negro y satírico humor de anteriores trabajos ('Filth, el sucio' o la propia serie sobre cómicos 'Morir de pie') pero sin llegar al nivel de trabajos tan edulcorados y complacientes con las estrellas que retratan como 'Hitchcock' o 'Al encuentro de Mr. Banks'. El guion de Jeff Pope ('Philomena') sabe darle varias capas a la relación entre los protagonistas durante su gira por los teatros británicos, casi a modo de road movie. Con lo bueno y con lo malo, se trata de una acertada reflexión sobre el peso de la fama y la decadencia de dos artistas que sólo sabían disfrutar de la vida haciendo reír a los demás. Solo a mitad del largometraje parece haber cierto estancamiento, pero es entonces cuando el film libera por completo las emociones y tensiones acumuladas entre los dos personajes.

Dos números cómicos por el precio de uno

Con la llegada de las mujeres de los protagonistas, Lucille Hardy (Shirley Henderson) y sobre todo Ida Kitaeva Laurel (Nina Arianda), la película vuelve a coger ritmo en tanto que ambos personajes hacen reaccionar a sus maridos y aportan una carga cómica por el contraste entre la sencilla chica americana y la mordaz rusa que se jacta de haber trabajado con Preston Sturges y Harold Lloyd. De nuevo, un juego de egos que imita el del dúo protagonista aunque tratado con mayor ligereza. Si las interpretaciones de ambas revitalizan por completo la cinta, no hay que olvidarse del trabajo de Steve Coogan y especialmente John C. Reilly, que más allá del físico saben interpretar las bobaliconas sonrisas y los gestos sin caer en la imitación.

'El Gordo y el Flaco (Stan & Ollie)'

Más allá del rencor acumulado que pudieran tener, Laurel y Hardy eran como hermanos, se conocían perfectamente el uno al otro y eso es el algo que la película (mérito de nuevo de los intérpretes) sabe muy bien transmitir. Pero, ante todo, Laurel y Hardy eran unos artistas incansables, cada uno en lo suyo. Si el primero seguía pensando en posibles números para una película a pesar de que sabía que jamás la llegarían hacer, el otro jugó con su propia salud con tal de mantenerse en los escenarios, de sacarle una sonrisa hasta al de la última fila. Estarían locos, pero no sabían hacer otra cosa.

Nota: 7

Lo mejor: La honestidad con la que habla de dos figuras clave en el cine clásico sin caer en maniqueísmos y complementado por las magníficas interpretaciones de sus protagonistas.

Lo peor: Quizá sufra un bajón de ritmo en el ecuador, pero merece la pena soportarlo porque a continuación se produce una llegada que insufla nueva vida al film.